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jueves, 29 de diciembre de 2011

Historia del Imperio Romano, por Ammiano Marcelino (fragmento)

El gran historiador Ammiano Marcelino fue en realidad un soldado romano que prestó servicio en varios frentes, principalmente en la parte oriental del imperio. De origen griego y pagano, estos hechos probablemente influyeron en su visión del mundo ya que ni su lengua materna era el latín (aunque escribía en latín) ni su religión la cristiana. Como historiador, fue probablemente quien describió con más detalle el proceso de deterioro de la sociedad romana, anticipando en cierto modo la entrada en Roma de los bárbaros, que se produjo unos veinte años después de su muerte.

No he leído el tomo completo, pero expongo un fragmento que me ha parecido interesante del Libro XIV de su obra "Historia del Imperio Romano", según la traducción de F. Norberto Castilla editada en 1895.

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En el momento en que Roma, cuya duración igualará
á la de los hombres, apareció en el mundo, ajustóse un
pacto entre la Fortuna y la Virtud, tan separadas hasta
entonces, para favorecer de común acuerdo el maravilloso
desarrollo de la naciente ciudad. Si una ú otra
hubiesen faltado, Roma no hubiera podido llegar al pináculo
de grandeza que ha alcanzado. El pueblo romano
desde la cuna hasta el tiempo en que terminó su infancia,
período de cerca de tres siglos, combate alrededor
de sus murallas. Guerras muy rudas ocupan también su
adolescencia, y entonces cruza los Alpes y el mar. Para
él, la edad viril es una serie de triunfos; recorre el mundo,
y cada país que visitan sus armas le proporciona
cosecha de laureles. Al fin llega la vejez, y á pesar de
que su nombre solo consigue todavía victorias, aspira
al descanso. Entonces, la venerable ciudad, satisfecha
de haber domeñado las naciones más altivas y fundado
una Constitución salvaguardia eterna de la libertad de
sus hijos, eligió entre ellos los Césares para encargarles,
como á prudentes padres de familia, la tutela del
patrimonio común. No más inquietas tribus, no más
centurias turbulentas, no más agitaciones electorales;
por todas partes la tranquilidad de los tiempos de
Numa. Y, sin embargo, no hay punto en el mundo donde
no se salude á Roma como reina y señora, donde no
se inclinen ante la antigua majestad del Senado y donde
no sea temido y respetado el nombre romano.
Pero este noble Senado vió empañado su lustre por la
disoluta ligereza de algunos miembros suyos, que no se
contenían en el vicio, entregándose á desórdenes de
toda clase, sin querer recordar en qué suelo nacieron;
porque, como dice el poeta Simónides, no hay felicidad
completa si la patria no es gloriosa. Hubo entre aquellos
hombres quienes creyeron eternizar sus nombres
haciéndose elevar estatuas, cual si les recompensase
mejor inertes imágenes de bronce que el testimonio de
su conciencia. Hasta hacen dorar para ellos el metal,
siendo Acilio Glabrión el primero que obtuvo este
homenaje, cuando por su conducta, tanto como por sus
armas, puso término á la guerra de Antíoco. ¡Cuánto
mejor es hacerse superiores á honores tan pueriles, no
aspirar más que á la verdadera gloria y no caminar sino
por el largo y penoso sendero que describe el poeta
de Ascra. Catón el Censor lo demostró cuando interrogado
por qué no se encontraba su estatua entre las
de tantos varones ilustres, respondió: "Prefiero que
pregunten los buenos por qué no está, á que pregunten
por qué está".
Algunos hacen consistir la gloria suprema en la singular
altura de un carro ó en el fastuoso rebuscamiento
del traje. Su molicie sucumbe bajo esos mantos de tejido
tan diáfano que se sujetan al cuello con ligera hebilla y
que se les hace ondear con un soplo; veisles ajitar sus
pliegues en cada movimiento, sobre todo en el lado izquierdo,
y lo hacen así para que se vean las franjas
bordadas y el curioso trabajo de una túnica sembrada
de figuras de animales que forman cuerpo con el tejido.
Otros se os acercan con cara rígida y aspecto importante
para ostentar su inmensa riqueza, y estáis un día
entero oyendo la enumeración de sus bienes y el detalle
de sus rentas, que van multiplicándose cada año. Por
lo visto ignoran que sus antepasados, que tan lejos
extendieron el nombre romano, no brillaban ciertamen-
te por su opulencia. Aquellos varones, cuya energía en
todos los males de la guerra triunfó de tantos obstáculos,
no estaban mejor provistos, mejor alimentados ni
mejor vestidos que el último soldado. Necesaria fué una
cuestación para sepultar á Valerio Publícola: los amigos
de Régulo se pusieron de acuerdo para mantener á su
viuda y á sus hijos, y la hija de Scipión no tuvo dote
sino á expensas de la República, porque los padres
conscriptos se avergonzaron al ver que aquella virgen
perdía sus mejores años en el celibato, á causa de ser
su padre pobre y estar ausente en servicio de la patria.


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